Misterio:
Misterio (26) apoyó el revólver sobre su cabeza. Tiró del gatillo y se derrumbó sobre la cama. "No te juegues así. Levántate, oe", le dijo uno de los cinco muchachos barristas que habían pasado la madrugada con él bebiendo y fumando en su cuarto de Jesús María.
Festejaban el aniversario de la barra de oriente. Pero cuando quisieron levantarlo vieron un charco rojo bajo su cabeza. No era broma. Misterio se había matado.
Eran las 8:30 a.m. del sábado 7 de junio. En el piso se veían botellas vacías de ron Pomalca blanco y un whisky James Martins al lado de restos de pollo a la brasa. Minutos antes, Misterio había sacado del ropero su enorme Taurus calibre 38, comprada hacía menos de un mes. Extrajo cinco balas y las arrojó al suelo. Dejó una en el tambor. Los muchachos, de 17 a 22 años, lo miraban espantados. En diciembre del año pasado, Rukely, miembro surcano de Trinchera Norte, amigo de Misterio, se había destapado el cráneo jugando a la ruleta rusa.
Misterio llevaba su foto en la billetera. En sus momentos de sentimentalismo y alcohol, la miraba. Tenía fea borrachera. "A ver, quién es capaz", dijo, sardónico, y se pegó el primer gatillazo en la sien. Sin bala. El no tenía miedo. ¿Ellos sí? El arma apuntó el estómago de un muchacho e hizo click. "Oe, loco, no te juegues así".
Orgulloso de su arrojo, Misterio viró el arma contra sí mismo y apretó. ¿No notó que la única bala en el tambor se había acomodado para matarlo?
"Toda la vida fue su sueño tener una pistola -dice su prima Karín Angulo.-Una pistola o una moto. Le decíamos: si te compras la moto, cómprate también tu ataúd, porque, como era loco, pensábamos que se iba a matar. Pero se mató con la pistola". Fue un sueño que pudo comenzar cuando, en octubre del 95, haciendo las pintas que anunciaban el nacimiento de la barra Lurigancho, un sujeto hincha de Alianza disparó desde un automóvil y mató a su mejor amigo: "Caradura", cuando en realidad el proyectil estaba dirigido contra él.
"Caradura vive en mí" dice una inscripción escrita con tinta roja en el ropero de su casa. O con un deseo de venganza, cuando luego de robarle el polo a un aliancista, dos meses después de la muerte de Caradura, apoyando a la gente de la Turba en Magdalena, pelea con un policía y recibe un disparo a quemarropa. Suerte. La bala no toca ni arterias ni huesos. Pero queda el dolor del maltrato en el hospital, en la delegación. Y él desarmado.
La noticia empezó a correr por todos los barrios de Lima. Misterio, el presidente de Trinchera Norte, uno de los líderes más aguerridos, recios y queridos del submundo de las barras bravas, estaba muerto.
Desconcertante. Todos recordaban haberlo visto alegrón, vociferante y atareado con las responsabilidades que demanda la presidencia de Trinchera: coordinar con la directiva del club, comprar pasajes para los viajes a provincias, repartir entradas entre los 31 jefes de barras distritales, visitar auspiciadores, y, sobre todo, el trabajo entretenido: organizar la barra, inspirarla, motivarla, con palabras, cánticos y diversas sustancias, antes de ingresar al estadio. También, y ése era el fin de Trinchera, preparación de guerreros para enfrentar a los hinchas de otros equipos. Allí se le podía ver en su exacta dimensión: un parador nato, un líder que iba a la cabeza de su gente sin retroceder jamás. Capaz de matar por su equipo, su gente, su barrio, si hubiera sido necesario. Dos muchachos llegaron a la sencilla casa de tres pisos en calle los Keros, Mangomarca, Zárate, a dar la mala noticia. La familia se quedó muda. ¿Se había matado? Desde que tienen memoria, tía y tío Angulo Marchand sólo habían recibido quejas de su sobrino-hijo adoptivo. Lunas rotas, muros pintarrajeados, fugas del colegio, broncas, rebeldía, secundaria inconclusa, drogas, pésima reputación en el barrio, robo de un objeto religioso, más broncas.
Mientras los cuatro hijos de la familia se portaban como angelitos, el adoptivo realizaba estropicios por todos ellos juntos y más. Ahora recibían una noticia que era como una boleta que tarde o temprano iba a llegar: alguien de la familia debía ir a la morgue del hospital Loayza a reclamar su cuerpo, pues se había matado con su propia arma, la misma arma grande y pesada que daba a guardar a su prima Karín cada vez que llegaba de visita.
Ella se encargó. Fue llevando un polo de la U, un jean y una camisa que halló por allí, pues Misterio se había mudado hacía veinte días al cuarto de la calle Mello Franco, Jesús María, llevándose toda su ropa, diciendo que la barra iba a pagarle la habitación, en medio de una sensación de estar yendo por fin a un lugar donde a nadie le molestarían sus horarios de callejero.
En realidad, siempre se las había ingeniado para disfrutar de libertad. Trabajó desde muy pequeño para comprarse su propia ropa, como si la dignidad y el progreso fueran cualidades innatas en él, algo que le impidió volverse un niño tímido para convertirse, al contrario, en un chico emprendedor. Nacido para la calle, donde estaban los negocios y la vida.
La niñez de Misterio o Percy Rodríguez Marchand, como lo bautizaron sus padres, no fue muy afortunada. A los diez meses de nacido su madre murió de un triple paro cardiaco. Tenía 20 años. Le habían recomendado no procrear, pero ella corrió el riesgo. El padre lo abandonó, y la familia de su madre se hizo cargo. Se crió con sus tíos, como quien vive en un hogar prestado. A pesar de que toda su familia simpatizaba con Sporting Cristal, especialmente su tío-padrastro, que laboraba en esa compañía cervecera y tenía acceso gratuito a los partidos, a él le bastó ver jugar una vez a la U para hacerse un hincha. No era un equipo frío, sino lleno de sentimiento.
Eso lo marcó. A los diez años se escapaba del colegio para ir al estadio. Siempre se las arregló para no pagar. Por las buenas o las malas. La policía lo capturó una vez con mil entradas. Tenía doce años. Su familia lo mete a colegios religiosos pero lo expulsan. Durante un tiempo es jugador de fútbol y llega a ser reserva de la U, pero la detección de un soplo al corazón lo hace renunciar al juego profesional. Misterio empieza a conocer hinchas de barrios más movidos, y sus notas: El Agustino, El Rímac. Lo respetan desde que le saca la mugre a un pavo grandazo que le dijo gallinas a su grupo. Conoce a los fundadores de Trinchera Norte, una mancha que surge en 1988 como reacción ante la pasmosa pasividad de Barra Oriente, que soportaba avícolamente los atropellos de los comandos aliancistas. Se adhiere a sus ideales. Pero pronto repara en manejos controvertidos que lo llevan a lanzar, a la larga, su propia postulación. Y este año consigue la presidencia de Trinchera Norte, con gran apoyo. Su entusiasmo contagia. Su bondad conmueve. ¿No era él quien pedía dinero a los jugadores para que la barra famélica tuviera qué comer en las horas previas a los partidos? Sueña con quitarle la fama delincuencial. Sueña. Pero las calles son campos de batalla. Si no te defiendes, te matan. Además, la gente quiere bacilarse y no siempre hay plata. Y el dinero tienta.
Karín encontró el cuerpo desnudo envuelto en una bandera crema. Trinchera ya se había ocupado de los servicios funerarios. Pidió al hombre de la funeraria que vistiera a su primo. Pero tuvo curiosidad por las heridas. Tenía el ojo izquierdo negro y un agujero de entrada detrás de la oreja y otro hacia el otro extremo del cráneo. El hombre atractivo, viril, que había sido su primo lucía indefenso en un ataúd. Pese a la fama de galán, mantuvo una relación de siete años con su enamorada Giovanna de Mangomarca. Planeaban casarse.
Se había comprado muebles, cocina, VHS, comedor. El dinero que ganaba en la Bolsa de Valores pasando acciones era lo mejor que había recibido en su vida, luego de deslomarse como mecánico en la Backus, como vendedor callejero de libros y cadenas de fantasía. El progreso llegaba en forma de electrodomésticos, cable, una Taurus calibre 38. Le faltó la moto.
Karín estaba sorprendida. Colas de colas de chiquillos apostadas ante la casa en el velorio, llorándolo sin consuelo, cantándole Misterio vive en mí, era para llorar de emoción. Emoción exagerada cuando unos fanáticos sacaron la tapa del ataúd y, levantando al difunto, le pusieron el polo crema de Agustinorte y un gorro con emblema U; la familia dejándolos como si el muerto no fuera de ellos, sino de todos esos muchachos alcoholizados que moqueaban como si se les hubiera muerto el papá. Dos días velándolo. Karín seguía sorprendida. Se acordó que la única vez que vio tanta gente en casa fue cuando Misterio cumplió 25 años. Hizo una anticuchada, llegó toda la Trinchera y ella, negociante, vendió 48 cajas de cerveza. Misa de cuerpo presente en el Lolo el martes. El cura seriote. Vuelta oficial al gramado, los chicos colgándose del cajón: no te vayas, Misterio. Pero la familia angustiada porque el entierro pagado por Global TV en el Parque del Recuerdo era a las cinco y ya eran las cuatro y cuarto y la chiquillada fanática no dejaba subir el férretro a la carroza, pasmados de la pena. Engañándoles el paradero del cementerio, porque no había espacio para tanta gente en el camposanto. Al final, el cajón descendiendo despacito al fondo de la tierra en olor de gloria, gente metiendo una bandera crema de 15 metros, gorros, flores. Para el líder muerto por una temeridad y una estupidez.
Duda cruel cruzando las cabezas de los familiares. ¿Alguna vez tendremos nosotros un entierro así?